Jacqueline

  



                                                              
Desilusionada, dolorida y enfrentada con su vida misma, Jacqueline salió de su humilde casa rumbo a lo desconocido. Deseaba caminar sola, sólo caminar. Su madre, alerta siempre, le había recomendado:
"No vuelvas de noche hija que el barrio está peligroso."
Desde los límites de la pobreza, la mujer reconocía la inseguridad que se desplazaba a pasos agigantados sin discriminación alguna. El último año de la Secundaria abrumaba a Jacqueline que ya no soportaba compartir las horas de estudio con Juanjo después de la ruptura entre ambos.
"Cosas de adolescentes", había resuelto su madre, creyendo consolarla de ese modo. Pero, para la joven ese problema que la afectaba era lo más importante de su vida. “¿Cómo él le había hecho eso? ¿Qué haría ella ahora? ¡Qué vergüenza ante sus compañeros!” rezongaba en silencio y pronosticaba que: “todos ya lo sabrían”. El fracaso de la relación era el motor que la empujaba a salir y dejar su hogar para pensar y consolarse.
Su madre, no resignada con que la jovencita saliera, le daba charla y le recomendaba llevar su DNI.
Jacqueline, respondía afirmativamente, mientras cerraba la puerta de chapa de su casa y salía.
Los últimos rayos del sol se reflejaban en los techos de las casitas bajas próximas a la ruta, otrora pertenecientes a un barrio militar abandonado. Nadie había demandado nada, ni ninguna autoridad lo había impedido, cuando los usurpadores, entre ellos su abuela y su madre, las tomaron doce años atrás.

Un perro negro, vagabundo y con una pata coja se unió a su caminata y la acompañó en el rumbo. Ambos iban al costado de la carretera, con poco movimiento de vehículos a esa hora. Jacqueline se preguntaba a sí misma, por qué Juanjo la había despreciado de ese modo siendo que él le había jurado su amor y su “por siempre” compañía. Ella no se había entregado a sus reclamos viriles, con miedo de quedar embarazada, hasta poco tiempo atrás. Su Juanjo sería el primero y el único hombre de su vida, soñaba. ¡Sueños de una niña grande! Si su mamá supiera. . . No quería imaginarlo. Juntos, habían descubierto el sexo: leyendo, escuchando, viendo películas y alguno que otro video porno. Ambos eran vírgenes. La experiencia juvenil había sido detonante en sus cortas vidas; sin embargo, lamentablemente, no serían el uno para el otro. Apenas tuvo la oportunidad, cuando realizaron una excursión educativa a un Museo antropológico, Juanjo se descarrió y se fue tras una rubia provocativa que ondulaba sus caderas, a pesar del uniforme, por delante de sus narices. Casualmente otro grupo escolar se había dado cita en la misma Institución con el mismo objetivo.

Jacqueline estaba turbada por los indeseados recuerdos de ese viaje causa y razón de la ruptura y a pesar de apartarlos, se agolpaban en su cabeza, provocándole una angustia temerosa. El perro negro y cojo continuaba a su lado. Era prácticamente ya de noche en ese atardecer tibio y ventoso del mes de noviembre. Recordó las recomendaciones de su madre y se estremeció. Quiso regresar a su casa rápido, muy rápido, pues el estrés le había llegado a la garganta oprimiéndole el pecho. Le pediría perdón a su madre y analizaría con la  mente fría la situación con su ex novio. Caminar le había hecho bien. Sin embargo, para su interior, Jacqueline sabía que le costaría regresar a casa.  

El motor de un auto que derrapaba muy cerca, la inmovilizó. Un brazo fuerte y fornido la subió al asiento de atrás en un único y brusco movimiento. No vio ni sintió nada más. El auto retomó su marcha a gran velocidad y se perdió entre las sombras de los olmos que daban sobre la ruta precariamente.

Un momento de estupor para los ojos casi ciegos de la anciana, testigo circunstancial, quien desde la puerta de su humilde casita, en la media luz del anochecer, vio la escena.
El perro compañero se quedó echado a la vera de la ruta, como desorientado.

Con lágrimas en los ojos cansados de tanto llorar, un mes más tarde, la madre de Jacqueline junto a un Juanjo de rictus amargo y doliente encabezaban una columna de vecinos, portando un ancho cartel que exigía a las autoridades la aparición con vida de la joven.
Su retrato se multiplicaba en las pancartas que alzaban sus compañeros de curso. La historia se repetía.

Mientras, muy lejos de la gran ciudad, en el Sur del país, sumido en las tinieblas grises del humo de los cigarrillos, entre voces jolgoriosas y risotadas tenebrosas de fondo, el cuerpo delgado de la jovencita se hundía en la profunda oscuridad de la degradación, al compás del vaivén punzante de un cliente.

2015


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Alimento del alma

Alimento del alma
Del pintor italiano, Charles Edward Perugini (1839-1918)