La imponencia de la
Sierra de Ancasti, casi rosando el cielo, se desplaza hacia un valle
multicolor, extenso, apacible, cuna de “La
morenita” como suelen apodar a la Virgen del Valle, patrona de Catamarca, movilizadora de almas de distintos
lugares y dueña de una historia que se pierde en los misterios de la
evangelización de los pueblos originarios que habitaron esta zona de la
Argentina. Desde la Cuesta del Portezuelo, mirando abajo parece un sueño. . . Y
es cierto, como dice la canción*, contemplar desde la Cuesta del Portezuelo, el
valle, es realmente un sueño: “Un pueblito aquí, otro más allá, y un camino
largo que baja y se pierde. . .”
Subí a la traffic y me llevé en los ojos, los mil
verdes del valle. Mi asiento estaba del lado del pasillo del vehículo, así que
me dormí en las primeras curvas del descenso.
A la mañana siguiente,
ya repuesta decidí visitar los Museos de San
Fernando del Valle* y comencé por el Antropológico "Adán Quiroga".
Para mi desilusión, se encontraba en refacción. Pensé entonces en dirigirme
hasta el Museo
de Bellas Artes "Laureano Brizuela" el que, según la información que
me habían proporcionado distaba sólo
cien metros desde el anterior. Sin embargo, consultando
la guía turística y el plano de la ciudad, opté por el Museo Arqueológico "Omar Barrionuevo",
ubicado en el Predio de la Universidad Nacional de Catamarca, taxi
mediante. Después de almorzar una “humita en chala”* en un pequeño
restaurante, atendido por sus propios dueños y familiares, previo un vaso de
vino tinto de “la casa” y una
empanada frita, regresé al Hotel.
Cuando el sol dorado comenzaba a
marcharse de la ciudad rumbo a la Cordillera de los Andes, salí nuevamente. Mi
mente y mi corazón buscaban algo que no quería decir en voz alta para que mis
recuerdos se quedaran donde estaban.
Recorrí la plaza principal caminando por sus enormes avenidas y veredas y quedé fascinada con la Catedral iluminada, en un ocaso catamarqueño que hacía dura la soledad. Una compañera de excursión me invitó a cenar con ella y su esposo, pero no acepté, excusándome en un cansancio que no era tal. Al día siguiente, me levanté temprano y luego de desayunar no concurrí a la visita del día, la que proponía toda una aventura en desoladas dunas catamarqueñas. Preferí, recorrer bibliotecas y librerías. En una de éstas, de aspecto antiguo o pasado de moda, con vidrieras poco renovadas y anaqueles que llegaban casi hasta el lejano techo, repletos de libros, me detuve. Entré y entre tantos textos, quedé absorta en unos de ellos. Ése era el lugar en que la nostalgia, “mi nostalgia”, se hizo muy patente. Leer el nombre del autor oriundo de esta provincia norteña, Alberto Zorrilla, me descolocó y casi me dejo llevar por un fuerte mareo que, de no detenerlo a tiempo me hubiese transportado a otro lugar en el tiempo. Me apoyé en el mostrador, respiré hondo tres veces y me incorporé lentamente, continuando con la inhalación y exhalación, pausadamente. Una empleada se acercó y ofreció su ayuda. Pero pronto me sentí mejor. De inmediato devorando horas pasadas, le pedí esos tres libros de Zorrilla.
_ ¿Lo conoce? Preguntó
la vendedora. Demoré en contestar. ¡Claro que lo conocía! Y volviendo lenta a
la realidad, le respondí:
_ Sí, señorita, fui
alumna suya en la Universidad de Córdoba.
¿El Doctor vive en Belén*, todavía? Me arriesgué a preguntar.
_ No Señora, el Dr.
Zorrilla falleció hace cinco años, pero sus hijas hicieron publicar sus últimas
investigaciones en esta colección de tres volúmenes.
Un dolor agudo me tomó
el pecho y la boca del estómago. Sentí la garganta seca, y sin embargo, pude
balbucear:
_ No, no sabía nada de
su muerte, me apena mucho. Me llevo la colección con mayor razón, agregué.
Salí espantada de la
librería y a paso ligero enfilé hacia el Hotel. Me quedaba poco dinero luego de
la compra, pero no me importaba. Ese día no almorcé, en cambio leí, leí mucho.
Y fue como suponía: allí
estaban las últimas investigaciones de Alberto sobre los aborígenes de Shincal*. Recordé el abordaje in-situ con sus alumnos, también mis
ideas, las que sin saberlo aparecían en los libros publicados post- mortem. Recordé la callecita
larga, muy larga, a la vez ruta de Londres*
que nos conducía hasta Belén, tierra de Alberto, y dónde el grupo se hospedaba.
Recordé la tristeza de mi querido profesor por la muerte de su esposa, ocurrida
por entonces unos meses atrás. Esa tristeza que sonaba ostensible en sus
vehementes palabras descriptivas de las ruinas de Shincal y sus hipótesis. Me dormí abrazada al tomo I de la
colección.
El desayuno próximo fue
reconfortante, el ayuno de casi un día completo no me había venido mal. Ese día
terminaba mi viaje. Esperé el aseo de la habitación y volví a sumergirme en los
libros de Alberto Zorrilla. Hube de detenerme en la lectura porque los
recuerdos de los años en Córdoba me atosigaron.
El romance con encuentros esporádicos que mantuvimos por dos años fue
novelesco, hermoso, tierno. No teníamos nada que ocultar pero sin embargo lo
hacíamos. Él era muy estructurado. Yo, por supuesto, no tanto y ni me
preocupaba por hacer pública nuestra relación, en la docta*. Fue, el hombre de mi vida, a pesar de la diferencia de
edades. Luego, la separación: su suegra, de quien se había hecho cargo a la
muerte de su esposa, había enfermado de gravedad y él debía tomar medidas al
respecto. La ausencia física de casi un año, no obstante la epistolar, me había
consumido. Locamente, como ahora no comía, no trabajaba, no salía, si él no
estaba. ¿Cómo me pedía que lo olvidara? ¿Cómo quiere que lo olvide? Le
contestaba. Así, lentamente, lo perdí. Mucho más tarde me enteré por un
investigador del Conicet* donde, para
entonces yo trabajaba, que el Dr. Zorrilla no había vuelto a Córdoba porque sus
hijas no se lo permitían. Se fue consumiendo y la tristeza sólo relevada por el
estímulo de la investigación, de nuevas cartas y textos que aparecieron, lo impulsaron
a vivir un poco más.
En ese viaje a Catamarca
me había reencontrado con mi viejo y gran amor, mi secreto celosamente
guardado. Pero ahora lo tenía muy cerca, él vivía en esos tres tomos de una
colección poco conocida.
El bus se desplazaba veloz por la ruta. Yo me adormecía feliz de haber
podido cerrar una historia con más de veinte años de antigüedad. Buenos Aires y
mi undécimo novio me esperaban.
2014
Hermoso relato. La cancíon Paisje de Catamarac interpretada por Lucho Gatica me trae grastos recuerdos.
ResponderEliminar;o0
Me alegra Marilyn. . .Gracias por estar siempre.
Eliminarbuen relato, nostálgico, escrito con oficio. dejo mi blog, por si quieres devolverme la visita, es http://alejandrovargassanchez.blogspot.com espero no habértelo dejado ya, la memoria flaquea de tanto visitar blogs...un abrazo
ResponderEliminarGracias Alejandro. Tu Blog y tus textos son hermosos. Un abrazo
EliminarUn buen relato,abrazos
ResponderEliminarGracias inolvidable amiga.
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