Sobre el escritorio
antiguo
Dejó caer su cabeza.
La inapropiada luz de
la lámpara
Y la noche. . .
Cumplieron su cometido.
El escritor despertó
con el nacer
De la mañana,
Y su poesía nació
muerta.
Viejo el papel, la
tinta negra,
Ya no escribiría. . .
Ya no amaría,
Desde que Ruth, se
fuera.
Claudicante ante el
sueño y la borrachera, el escritor había dejado caer su cabeza sobre la
destartalada mesa; lucía dormido y babeante cuando el sol ya iluminaba “El
Riachuelo”. A su lado, un escrito arrugado que parecía una carta y junto a
ella, unas botellas vacías.
Durante la larga noche
hubo de beber del oscuro envase, del
pico tal vez, para acallar lentamente la pena que le corroía el alma. Esa pena
tenía un nombre: Ruth
Sin palabras de por
medio, la joven vestida de rojo lo había inspirado como ninguna otra musa
celestial. Aquella casi amanecida noche de meses atrás – siempre escribía de
noche – su pluma alumbró los poemas más bellos, al calor de la leña ardiente,
en un crepitar de estrellitas rojo-amarillentas, mientras un sol tenue,
amenazaba con despuntar en el horizonte.
No tuvo frío, menos ése
que congela el alma. Una alegría insospechada ganó sus días, precipitando sus
visitas, noche a noche, sólo para contemplarla. Una de ellas, embriagado, más
por el entorno que por el alcohol, ya que él era bebedor del buen vino, la vio
llegar. En ese fugaz momento la comparó con su vino preferido y sintió su
calidez, su aroma, notó su cuerpo resplandeciente de rojos que jamás soñó,
encontraría en ese lugar.
Su preferido era el
tinto, rojo, grueso, oscuro como la sangre. Sus ojos entrecerrados por el humo
del antro y lo avanzado de una interminable madrugada se llenaron con el
carmesí de su boca y con la apretada falda de satén que delineaba sus redondas
caderas. Con movimientos ondulantes pasó a su lado y el corazón pareció
explotarle. Esa noche, Ruth le regaló su primera sonrisa.
Cansada de verlo
dormirse sobre la barra, al arrullo de algún tango dulzón, Ruth, terminó por
aceptar una copa del escritor. Fue en una madrugada de invierno, mientras la
escarcha se apoderaba de los ventanales del
cafetín.
“No puedo acompañarte
más, lindo, tengo que trabajar”, le dijo ella, soberbia, envuelta en una estola
roja que cubría sus hombros blancos.
“Trabajá conmigo, Ruth,
te pagaré bien”, le mintió el escritor.
Esa mirada oscura y
tierna de chico bueno, ese pelo ensortijado que en cascada desprolija avanzaba
sobre su rostro y la tibieza de su mano, sosteniendo la suya, conmovieron a
Ruth.
Ella no podía
comprometerse, pero ese tipo la había hecho vibrar, nada más con mirarla
fijamente durante una sucesión de inacabables noches. Sin quererlo, terminó por
aceptar.
Cruzaron el salón entre
el humo espeso y gris que ocupaba los muchos espacios vacíos que dejaban los
parroquianos, cuando se marchaban resistentes, al amanecer.
Caminando y temblando
de frío, llegaron en quejosa marcha hasta la puerta azul que indicaba el
hábitat del escritor. Paredes de madera, un sillón celeste y amplio, una mesa
pequeña, dos sillas, tres o cuatro botellas de vino en un estante, (en el
sótano había muchas más, enviadas especialmente desde San Rafael en la
Provincia de Mendoza, donde vivía su madrina) en otro, varios CD de música
clásica, ópera y tango y en la simulación de cuarto, una cama y dos pinturas,
tristes, que a ella poco le agradaron. Un baño pequeño con lo indispensable
para mantenerse limpio y una mesita en su interior sobre la cual un calentador
a kerosene hablaba de comidas quemadas y sopas derramadas.
Ruth, cerró los ojos y
suspiró.
Él tenía la costumbre
de llamar al mono ambiente separado por un biombo con dibujos de geishas
amorosas su “atelier” y en el camino había nombrado así, al lugar hacia donde
se dirigían.
“¿Por qué llamás a esta
pocilga, atelier?” preguntó Ruth, con tono molesto.
“¡Ah! Ruth, hermosa
Ruth, porque yo soy un pintor también. La diferencia, contestó el escritor, es
que yo pinto la vida con palabras, no con pinceles y óleos. . . .”
Mientras, mirándola a
los ojos, le acercaba una fina copa conteniendo el buen Malbec que tanto
disfrutaba.
El saldo ínfimo de la
noche se esfumó en sus jóvenes cuerpos. Se durmieron abrazados, muy juntos.
Cuando el escritor despertó, ella ya no estaba a su lado entre las sábanas
bordadas, heredadas de su madre. Esa mañana escribió otros versos. No comió ni
bebió, sólo escribió. El amor había tocado a su puerta.
Noches sin pagos,
noches de amor, tal vez sincero, sin destino final, se encadenaron al primer
encuentro. Ruth no podía explicarse qué le había pasado con ese mozuelo
bohemio, que le recitaba armoniosas poesías dedicadas a ella y que se negaba a
vender, entre los intelectuales que frecuentaban los paseos y bares, donde él,
orgulloso, las exponía.
Cada vez, el deseo de
estar juntos era mayor y el tiempo que Ruth se quedaba en el cafetín era menor.
Salían del local, como adolescentes, tomados de la mano, silbando, saltando y
riéndose cada cual de cada quien. Una procesión interminable de emociones los
embargaba. Los flacos bolsillos de ambos ya se hacían sentir. El vino comenzaba
a escasear y los alquileres atrasados se acumulaban como basura arremolinada
por la brisa del Riachuelo. Esta vez,
Ruth ya había llegado cuando el escritor entró, con el aura brillante y la sonrisa
grabada en su hermoso rostro. Se detuvo y gozó contemplarla. Su perfil se
delineaba insinuante entre las medias luces del escenario. Sentada a la barra,
se pintaba los labios de rojo carmesí destellante como las luces de los
barquitos pesqueros en la noche portuaria. Su boca abierta le recordaba esa
otra boca húmeda y profunda como un “cenote” en la que tantas noches se había
hundido la suya. Cuando lo vio parado ahí, guardó en su bolsito de terciopelo
negro el rouge, mientras una lágrima que pronto ahogó con su guante de encaje
se asomó curiosa a este otro lado de su mundo.
Esa noche, se amaron como si fuese la última vez. Sus
pieles brillaban por la transpiración, las ropas tendidas en el piso de vieja
madera, en descuidadas hileras, eran señal de la fogosidad de los tiempos
vividos.
Un sol intenso iluminó
el trozo de papel retenido por una copa con restos de vino, donde ella le había
escrito, simplemente: Esta noche no me busques, no iré. Tuya, Ruth. Sin
embargo, el escritor casi enloquecido fue, ella no.
“Pero, vos, ¿estás loca?” Vociferó el hombre robusto,
dirigiéndose a Ruth y continuó, ¿Cómo se te ocurre enredarte con el mocoso ese?
¿No te das cuenta que no has rendido nada? ¿Querés que te mate?” le gritó
acercando a la suya su cara de gitano viejo, tomándola de los cabellos negros y
ondulados.
“Dale, si eso hace que
termine todo esto, matame, por favor”, contestó ella, y rompió en un llanto
contenido, desgarrador, insostenible. . .
“Bueno, basta Ruth, te
vas a ir a trabajar al local que tengo en San Nicolás y decí que lo hago por la
educación de nuestra hija. . .” comentó el rufián, luego de dejar que Ruth llorara un poco, imperceptiblemente
sensibilizado por las lágrimas de la mujer.
El escritor divagaba
ante la copa oscura y perfumada. No sólo había vendido el óleo firmado por
Quinquela Martín, en el que el populoso
y nostálgico barrio de “La Boca” aparecía más multicolor que en la realidad,
sino que había echado mano al “Cerrito” que tanto quería porque le recordaba,
en su acostumbrado paisajismo, el campo de sus vacaciones infantiles, ambos
heredados en el testamento de su madre.
También hubo de
recurrir al remate del accogliente sillón de cuatro cuerpos, tapizado en
terciopelo celeste, donde semejando un mar dulce y profundo, su amor por Ruth
se había consumado en repetidas noches. Ya no podía comprar el rojo líquido de
buena calidad y había jurado no acercarse a esa vieja botella de Ron que su tío
Osvaldo le había traído de República Dominicana, más de siete años atrás.
Estaba dispuesto a recordarla otra vez y volvería a escribir aunque solo fuera
para ganarse el pan del día, vendiendo en el paseo de artesanos sus poemas de
amor. Pero nada escribió, se acurrucó en ovillo como un gato y se durmió
soñando con la silueta de Ruth, llegando al cafetín, con su roja estola de plumas,
sus caderas redondas, su forma de amar y su futuro sin planes.
Pasó el tiempo para
bien o para mal. Una dimensión sin parámetros para el escritor. Esa noche,
pluma en mano, musas en su entorno, Puccini en el reproductor y una copa de
buen Malbec, lo predisponían a
ahondar en los profundos misterios del alma humana. Después de meses o tal vez,
años convencionalmente hablando, y validado por la noticia que le trajera un
amigo, sentía la misma necesidad de escribir que había experimentado en otras
ocasiones, pero esta vez, su deseo no surgía de una gris melancolía, su ánimo era otro. ¡Sabía dónde Ruth estaría
viviendo!
Le cantaría al amor en
sus nuevos poemas, se propuso. Descreía que ese ardor rubí que le quemaba el
corazón cuando se acordaba de ella, había sido alcanzado por el fenómeno de la
superación, llámese olvido, entierro o indiferencia. Lo creía firmemente.
Estaba seguro, por ello, desafiante consigo mismo en ese momento pensó en Ruth,
en sus caderas redondas apretadas por el bermellón de la seda. Un rebelde
pensamiento negro, lo obligó a desear no haberla conocido y al soltarlo, sus
musas se esfumaron en la noche clara como cascada de estrellas.
Su pluma se
deslizó de su mano. Se sentó frente a la
escuálida mesa y miró el papel en blanco. Bebió de la última botella mendocina
de Malbec, rojo y espeso, ensimismándose en su aroma a tonel de roble.
Un sentimiento raro lo
invadió, hasta que poco a poco afloró al mundo del afuera en una triste sonrisa
tenuemente dibujada bajo su bigote casi gris. Las copas del buen vino se
repitieron sin ton ni son. Total, era la última botella. Entonces, recordó y
con dolor alumbró su nombre: Ruth.
Sentado en una vieja y
desvencijada poltrona se dispuso a mirar la luna deambulante en la madrugada
lenta y a dejarse invadir por la retenida saudade de querer y no querer saber.
La siesta boquense se
derretía en el zinc de los techos. Sólo unos aventurados turistas caminaban
deslumbrados, descubriendo el mundo de colores que “Caminito” les ofrecía. El escritor,
un poco encorvado y cargando una pequeña maleta, pasó cerca luciendo, esta vez,
una amplia y esperanzadora sonrisa. Tomó el bus
que lo llevaría hasta Retiro la vieja Estación Central de trenes.
El emblemático reloj de
los ingleses marcaría un nuevo tiempo. San Nicolás de los Arroyos no quedaba
tan lejos. . .
2016
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