Orgullosa, la cabeza en alto, la
mirada firme, el torso esbelto desafiante en su andar, caminaba apurada por la
acera repleta de gente que se desplazaba en uno y otro sentido, apretando bajo
su brazo varios folios que contenían escritos judiciales.
El intento de bajar el cordón de
la vereda para cruzar la calle se
frustró con el encontronazo de los hombros de ambos. Un revuelo de papeles la
sorprendió y, rápida sin comprender
mucho la situación atinó a recogerlos de inmediato.
El causante del choque humano
hizo lo mismo y entre ambos juntaron presurosos los escritos que escaparon de
su contenedor. Sin palabras, un simple cruce de miradas a pocos centímetros del
suelo con la complicidad de la muchedumbre desplazante, bastó para que esos
ojos dulces y tristes a la vez, negros o color café, daba igual, no se borraran de sus recuerdos juveniles
jamás. Un punzón latente se incrustó en su pecho, en el alto corazón dónde
aquellas emociones imborrables se guardan y se duermen.
Por esas cosas de las
asociaciones que nuestro cerebro cognitivamente hace, cada vez que Ángela
escuchaba un tema de los Beatles, recordaba aquellos ojos, o mejor aún, esa
forma de mirar, esa mirada única e irrepetible totalmente accidental.
Ya en la época de la telefonía
móvil, el estruendo de un ring-tone la sobresaltó. A una nieta no se le falla en los horarios comprometidos más si se
trata de una actuación personal.
Salió de su departamento en pocos
minutos, tomó el turno semanal de la
peluquería y en dos horas estuvo lista.
Ignacia tocaba el violín a pesar
de la dura resistencia de su padre que la había soñado licenciada en Ciencias
Económicas.
Era una función de gala en la que
todos estaban presentes, desde autoridades hasta parientes y amistades, pasando
por los que no sabían porque habían sido invitados.
Ángela se ubicó en una de las
primeras filas del teatrino barroco de la Facultad
de Artes y con la mirada buscó a su hija o a su yerno, pero ellos no pudieron
acompañarla ya que ese día había personajes de renombre y debían prodigarles
todo tipo de atenciones protocolares.
Abrumada por las distintas emociones
que la obra musical y la visión de su nieta le producían, no advirtió que su
cartera se fue deslizando hasta el suelo yendo a parar justo a los pies del
caballero que sentado delante suyo, había llegado casi tarde. El escenario
ocupaba toda su atención.
Mientras el Director de la Orquesta Juvenil agradecía con gentil ademán la ovación del
público que aplaudía de pie, en medio del estruendo de los aplausos, Ángela
alcanzó a escuchar la voz de un hombre que preguntaba si la cartera que había
recogido le pertenecía. Ambos salieron de la fila de asientos tapizados en rojo
aterciopelado y se encontraron en el pasillo, él portando la cartera. Pero el
desplazamiento de la gente, alguna que continuaba aplaudiendo y otra que iba y
venía, provocó entre Ángela y el desconocido un suave roce que hizo que la
cartera cayera nuevamente. Al unísono los dos se agacharon a recogerla. Fue en
ese instante, con un entorno también apabullante, que ella encontró los mismos
ojos negros o color café, seguía dando igual. Y nuevamente el punzón en el
pecho. Después del agradecimiento tímido replicado por un gesto cortés, la
obertura que comenzaba a ejecutarse volvió a ambos a sus butacas.
Otra mixtura de sensaciones y
sentimientos se adueñó de Ángela. Al finalizar la función ella lo miraba
insistentemente. Él la saludó con amabilidad y se fue presuroso ante el reclamo
afable de un directivo. Su loca esperanza de recuerdo o reconocimiento por
parte de aquel hombre entrado en años pero apuesto se desvaneció como por arte
de magia dejando, un amargo sabor en su
boca.
En su sillón hamaca, la mujer se
mecía suavemente mientras sus pensamientos danzaban de a ratos al compás de “Yesterday”
en un apretado baile o se detenían expectantes ante los acordes del Concierto
para dos violines de Bach. El tiempo para Ángela no era una dimensión. El
tiempo era el ahora en cualquier lugar.
2011
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