Volver a Eldorado*



Era joven aún, su figura esbelta, su ropa sencilla y ese pelo tremendamente rubio y vaporoso, mezclado con hilos blancos brillantes que anunciaban el paso del tiempo y al que llevaba sujeto en la nuca, a manera de una “cola de caballo” (como se le llama a ese peinado), ciertamente la rejuvenecía. Sólo la vi de atrás, me quedé con las ganas de mirarme en sus ojos supuestamente claros.
Apenas se marchó del Supermercado, le pregunté a la cajera que la había atendido si conocía a esa mujer que acababa de retirarse y su respuesta fue lacónicamente negativa.
Dejé el comercio y comencé a caminar sin rumbo mientras pensaba que seguramente al otro día me presentaría ante Rebeca Rothschild, simplemente para que supiera quien era yo.

Llovía en Eldorado, llovía en esa inmensa y joven ciudad de la Provincia de Misiones, fundada en la segunda década del siglo XX con puerto sobre el alto Paraná, por un alemán*, cuya fecha de nacimiento se impuso como aniversario de la colonia primero y ciudad después. Mientras veía caer la lluvia, pensaba: “Sólo si se conoce su historia puede entenderse la mía.”

Selva pura, habitada desde los tiempos de los tiempos por sus pobladores nativos: Tres importantes pueblos aborígenes que formaban la etnia guaraní. Aquéllos que se sorprendieron al ver llegar gentes raras que hablaban una lengua desconocida cuatrocientos años antes y que volvieron a hacerlo cuando navegando río arriba se detuvieron en un puerto natural sobre el río marrón que les pertenecía, y vieron a esos otros humanos de cabellos muy rubios provenientes de la Europa en guerra, buscando la tierra que los habría de proteger: alemanes, suizos, holandeses, ucranianos, daneses y polacos, quienes se quedaron a cultivar la tierra, a disfrutar de los naranjales, el Tung y los bosques, cuya madera les sirvió de abrigo en su vida y en la de sus generaciones posteriores.

Tierra colorada, con historias de furia y dolor en las embestidas contra los sacerdotes de la Compañía de Jesús, los jesuitas, a quienes su éxito en estos lares, terminó por condenar al destierro.

Tierra de yerba-mate y  de grandes saltos cantarinos, en caudalosos ríos y grandes arroyos, donde la espesura propia del clima subtropical acoge a venados, tapires y jabalíes. En esta belleza natural, creció mi padre. En la chacra, mi madre.

El agua, corría roja por las calles. Era de esperar semejante lluvia luego del abrumador calor de días  anteriores. Esperaría que parara y la visitaría como tenía planeado, total, yo sabía su dirección por mis tías de Frankfurt con quienes me había contactado por Internet.

Recorriendo la interminable calle principal convertida en ruta, la  que llega hasta la frontera misma con Brasil, pensé en cómo sería esa actual y pujante ciudad misionera cincuenta años atrás, cómo sería su gente, en su mayoría descendientes de sus colonizadores, principalmente alemanes, llegados tras el espanto de la guerra.

Sin  darme cuenta, me había detenido frente al mismo Supermercado 17, donde  estuve el día anterior. Dirigí mi mirada en ángulo de 180°, y me pareció reconocerla entre los clientes. Lo confirmé. “Por lo visto - me dije - suele efectuar sus compras diarias en el mismo lugar”. Tal vez el fuerte deseo de saber, de defender, de definir, me empujó de nuevo a tomar un carrito y deambular por los pasillos que dejaban entre sí a las góndolas repletas de mercaderías. Siempre  tras de ella. De repente, la tuve a mi lado. Denotaba apuro mientras elegía unos tomates arrebolados de tanto sol. Un temblor interno me perturbaba. “¡Qué rara sensación!”, pensé, creí que me iba a desmayar. Salí de la realidad, cuando un pequeñín la reclamó, llamándola “abuela”. Toda la fuerza acumulada en los últimos años, todo el plan detalladamente armado se derrumbó ante una sola palabra. Me sentí desamparada en aquella ciudad calurosa y roja del NE argentino. Salí casi corriendo del Supermercado y ya en la cabaña que había alquilado, me cambié la ropa y me arrojé a la piscina de agua transparente y con olor a cloro. Estuve un largo rato. Más tarde fui al comedor pero no tomé la cena. Abrí mi Netbook de tapa blanca y bebí un agua saborizada.
“¿Cómo podría traerle un dolor a estas alturas?” me pregunté, y acto seguido reflexioné: “Rebeca tenía su vida hecha, su familia y hasta nietos. ¿Y si no me recibía bien y si no tenía interés alguno en conocerme?” Al fin y al cabo, mi padre era un guaraní de pura cepa al que echaron de la chacra cuando se supo de mí. Yo no tenía la certeza que Ella lo hubiese amado y en consecuencia tampoco la tenía sobre si yo hube sido el producto de un amor imposible o de un desliz, aunque mis recuperadas tías alemanas decían que realmente se quisieron mucho.
Me quedé con esas palabras en el recuerdo. No podía tomar la decisión. Los años me pesaban cada día más cuando pensaba en ello. Al fin de cuentas mi tía del corazón, Eugenia Achával, me había aconsejado muy bien cuando, orientándome en mi problema,  me indicó buscar apoyo en la terapia psicológica.
Antes de morir mi madre adoptiva, la verdad sobre mi origen me fue develada. Mejor hubiese sido no saberlo, menos a esta edad.
Mi Netbook blanca seguía abierta y yo perdida en mis cavilaciones. Un portazo en el comedor con ventanas abiertas, originado en el viento nocturno que llegó sin avisar, me sobresaltó. Esa noche también llovería. Antes que se cortara la conexión wi-fi, me apresuré a escribirle a mi tía de Buenos Aires un e-mail, avisándole que emprendería mi regreso al día siguiente, mucho antes de lo previsto.
Cuando ascendí al bus que me llevaría a la gran ciudad, me prometí no volver a Eldorado. Y esa promesa me punzó el corazón. Casi trastabillé en la escalerilla cuando subía lentamente los escalones. Ese llamado de atención del entorno me hizo advertir lo que estaba pensando. No me resignaba, pero igualmente me estaba despidiendo de mi pasado por lo menos hasta que aprendiera a enfrentarlo.
Atrás, quedó la ciudad con más de noventa aserraderos, con su aceite de Tung*, con sus deliciosos cítricos, con su popular yerba mate*, ésa que los ancestros de mi padre llevaban en sus guayacas y que convidaron a Don Hernando Arias de Saavedra (Hernandarias)  allá por el año 1600 y,  junto a todo ello, mi historia.

2011- Mejorado y ampliado 2013




*Su nombre fue tomado de la leyenda común entre los conquistadores de América, sobre la existencia de una comarca en estas latitudes, llena de tesoros y riquezas.

*En el año 1876 el presidente Nicolás Avellaneda promulgó la Ley de Inmigración y
Colonización. Esta ley fomentaba la inmigración de colonizadores europeos con el fin de poblar los extensos territorios vírgenes de la Argentina. Para dar cumplimiento a la normativa, se crearon diferentes compañías colonizadoras. Una de ellas fue la Cía. Eldorado Colonización y Explotación de Bosques Ltda. S.A. de Adolf Schwelm.
Así es como Eldorado fue fundada por Adolfo J. Schwelm.
Son características sus aserraderos de pino, sus colonias agrícolas y chacras experimentales, las plantaciones de naranjas y pomelos y la cosecha de yerba mate, los molinos y secaderos para ese producto.

* El Tung es un árbol de pequeño a mediano tamaño, caducifolio que alcanza los 20 m de altura, con una propagación de la corona. El árbol de Tung se valora por el aceite de sus semillas. Fue introducido en Argentina, como cultivo para el aprovechamiento de su aceite usado en diferentes industrias.
El aceite de Tung, también llamado "aceite de madera de China", ha sido usado tradicionalmente en lámparas en China.
En Misiones, Argentina: La Empresa “Picada Libertad” posee la única planta elaboradora de aceite de Tung que permanece en pie en todo el país. La obtención del aceite es un proceso que requiere un gran volumen de materia prima, ya que por cada tonelada de fruta se obtiene un 16% de aceite. ¿Cuál es el destino de este aceite?: principalmente los Estados Unidos y países del mercado europeo como Holanda y Alemania, desde donde se comercializa en los demás puntos del Viejo Continente. Se utiliza en barnices, pinturas y también como material aislante en los equipos informáticos.

*"La primera referencia del uso de la yerba-mate en estas tierras nos llega de parte del Adelantado Hernando Arias de Saavedra (Hernandarias) en 1592. Según lo observado por él, y relatado por Ruíz Díaz de Guzmán en el libro "Breve Historia de etapas de Conquista"(1612), los indios Guaraníes llevaban, junto a las armas, unas pequeñas bolsas de cuero ("guayacas") en los que guardaban hojas de yerga mate triturada y tostada que masticaban o colocaban en una calabaza con agua y sorbían ya sea usando sus dientes como filtro o por medio de un canuto de caña. Según los españoles estas hojas les daban mayor resistencia para las largas marchas o en las labores diarias."

2014



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Del pintor italiano, Charles Edward Perugini (1839-1918)