Silvana



Esa mañana de primavera Silvana estaba sola y un poco nostálgica.
El viento del sur todavía traía fresco en sus oleadas, agitando los durazneros en flor, poblando de pétalos rosados la quinta de su padre. Añoraba su presencia y su compañerismo, pero al mismo tiempo sabía que debería abrirse camino con firmeza por las etapas de la vida que tenía por delante.
No se encontraba muy entusiasmada, menos convencida de aceptar la invitación que su prima Genoveva, quien tal vez para levantarle el ánimo le había hecho. Si bien el mar no le desagradaba hubiese preferido viajar al Norte del país; volver a la Quebrada de Humahuaca en Jujuy, disfrutar de su colorido mineral de las montañas, de a ratos rojas con vetas amarillas o marrones con reflejos azules, dorados y verdes. Un arcoíris en las piedras.
Y, tal vez se animaría a cantar una zamba, acompañada por un buen vino de Cafayate en medio de una Peña Folklórica en donde a nadie conocería. Seguro sería una pieza de su juventud.

Con su “nido vacío” y sin su padre, veía con tranquila dolencia discurrir la vida. Silvana era una mujer hermosa, firme y decidida, luchadora y servicial, siempre tratando de ayudar al prójimo. Sus almendrados ojos marrones iluminaban su rostro y despertaban suspiros aún.
Pensando en la propuesta de su prima Genoveva, imaginando sus gestos y ademanes argumentales, su cotorreo insostenible, se dio por vencida antes de presentar batalla. ¡Iría a la costa!

En una cabaña confortable próxima a la playa, ambas se alojaron. El mar en primavera es frío pero los primeros soles de octubre eran tibios para estar en la arena hasta el mediodía, antes que se levantara el viento que la vuela en transparentes remolinos, haciendo incómoda la permanencia.
Con sus sendas reposeras, sus sombreros de sol y sus libros, Silvana y Genoveva partieron hacia la playa. Muy cerca del lugar donde se ubicaron, un anciano leía el diario “La Nación”. El mar, primer protagonista del espectáculo, verdoso-azulado de “La Costa argentina” rompía en olas pequeñas y se levantaba en múltiples picos blancos multiplicados hasta el horizonte, “mare mosso” pensó Silvana en italiano y continuó leyendo la última novela de Ángela Becerra. Arribado el mediodía, la hora trajo consigo al viento, primero suave y luego cada vez más fuerte. Su fuerza invisible se llevó la gorra que cubría la cabeza del anciano que leía el diario.
Silvana reaccionó rápidamente y corrió tras ella. Pronto se agitó y disminuyó la velocidad impresa a la carrera. La gorra jugueteaba con el viento en la extensa playa cayéndose, volando y levantándose por momentos sin detenerse.
De repente, un hombre de pelo casi blanco pero en mejor estado físico que la corredora, en dos zancadas alcanzó el objeto volador. Lo que sucedió después de atrapar la gorra fue una historia impensada.

Alberto, hijo del anciano que leía, era un médico en la última etapa de su carrera, divorciado, con dos hijos grandes y su padre a cargo. Después de quedar solo no se permitiría llevarlo a un asilo de ancianos, pero en la gran metrópolis el viejito, acotaba su vida. Alberto no quería continuar viviendo en medio de tanto trajín y buscaba un lugar para quedarse, no muy lejano, ya que todavía debería viajar dos veces por semana a la Capital.

Don Juan jugaba muy bien a los naipes y a cualquier juego de mesa no muy moderno, por supuesto. Se lo veía muy animado con Silvana y Genoveva frecuentando su cabaña por las tardecitas. Silvana lo atendía como a un padre. Una tarde, él le dijo:
_ Sabes Silvana, siempre quise tener una hija mujer, pero tuvimos un solo hijo, Alberto y la hija prestada que tuve no resultó.
 Su hijo médico no participaba de las tertulias, se quedaba a leer y seguramente a pensar. Sin embargo, la última mañana de playa, los cuatro conversaron mucho. Surgió entonces la pregunta:
_Silvana, ¿Qué tal es tu pueblo para que nos vayamos a vivir con mi padre? ¿A cuántos Km. está de Buenos Aires? Silvana, notablemente sorprendida y a la vez avasallada por una desconocida u olvidada sensación, respondió presurosa:
_ No son muchos, Alberto, sólo 170 Km.
_ Y viven en la gloria, acotó Genoveva que escuchaba intrigada.
_ Es una ciudad del interior de la Provincia, con algunas calles empedradas y las últimas, pavimentadas. Todavía en las afueras quedan algunas de tierra arenosa. El centro comercial está concentrado en dos calles paralelas y es atractivo y barato. La gente es tranquila. La terrible inseguridad todavía no nos ha alcanzado. Fíjate que dejan las motos y bicicletas sin seguro alguno en la calle, concluyó.
_ ¡Listo! Confirmó Alberto. ¿Qué te parece papá si vamos a conocer ese paraíso donde vive Silvana?
_ Ni una palabra más, ¡Nos vamos! sentenció Don Juan.
  
Y se fueron. Pararon en un acogedor hotel recomendado por Genoveva. Luego de alojarse, padre e hijo se dedicaron a recorrer el casco céntrico, caminaron por la plaza tradicional, con farolas antiguas, bancos de hierro y asientos de madera, con un mástil en el centro, desafiando en altura a los ejemplares de lapacho que daban en esa época sus flores rosadas. El hijo, quiso conocer la oferta médica del lugar y visitaron una de las dos clínicas que había y el Hospital con sus años a cuestas, pero bien conservado y recientemente pintado  que denotaba la arquitectura de fines del siglo XIX, al igual que la sucursal del Banco de la Provincia, descollante por su fachada, ocupando una de las esquinas frente a la plaza principal. Les gustó el pueblo: sencillo, limpio, humano.

Se vieron con Silvana casi todas las tardes. Genoveva se quedaría sólo unos pocos días en casa de su prima y luego regresaría a su ciudad.
Había llegado el momento de la pregunta final:
“Silvana, ¿Me recomendarías un lugar para alquilar y a alguien, una señora o enfermera que pudiese cuidar a mi padre aquí? No quiere volver a la Capital. Está empecinado en quedarse” rezongó Alberto.
La respuesta de Silvana fue sorprendente y emotiva. Los ojos de Juan y los de su hijo se humedecieron y el anciano se abrazó a la mujer. Alberto le tomó la mano con afecto y la cubrió con una mirada tierna de agradecimiento que al detenerse en sus ojos, la estremeció
. “¡Gracias!” atinó a responder el médico. No hizo falta decir más.
Un día después, Alberto se marchaba a la gran metrópolis, mientras Don Juan y Silvana después de haber cenado, veían juntos la TV.

2010
Modificado 2014


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Alimento del alma

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Del pintor italiano, Charles Edward Perugini (1839-1918)